jueves, 19 de noviembre de 2009

El constituyente revolucionario

Fuente: Derecho Constitucional mexicano (2009) Id. vLex: VLEX-57400059


A. Derecho de la revolución

En este tema corresponde estudiar si la Constitución autoriza o tolera su propia derogación o reforma por medios violentos, lo que significa un doble problema que es el derecho a la revolución y el derecho de la revolución.

En principio se debe definir qué es la revolución.

Se entiende por revolución la modificación violenta de los fundamentos constitucionales de un estado. Se excluyen de este concepto las nociones de motín, sedición, rebelión y cuartelazo, ya que tienen por origen querellas de personas o de fracciones y por objeto el apoderamiento del mando, sin mudar el régimen jurídico existente, sino que invocan como pretexto el debido respecto debido al mismo.

En México, desde la Revolución de Ayutla que creó un nuevo régimen constitucional, no ha habido otra diferente de la Constitucionalista de 1913.

Ahora bien, el derecho a la revolución puede tener, en algunos casos, una fundamentación moral, pero nunca jurídica.

Moralmente el derecho a la revolución se confunde con el derecho de resistencia del pueblo contra el poder político. Pero jurídicamente este derecho no existe, ya que un derecho legítimo a la revolución, es decir, a la violación del derecho, no debe existir.

Por eso en el estado de derecho constitucional no puede ser reconocido un derecho del pueblo a la revolución, porque allí donde existen medios jurídicos que ofrecen al pueblo la posibilidad legal de alcanzar una reforma del orden político de acuerdo con sus necesidades jurídicas, puede decirse que está asegurada la justicia. En nuestro sistema ese medio jurídico consistente en la reforma constitucional, se realiza por medio del Poder Constituyente Permanente.

B. Artículo 136 Constitucional

Nuestra Constitución sustenta la tesis expuesta en su artículo 136 que a la letra dice: “Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia. En caso de que por cualquier trastorno público se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona, tan luego como el pueblo recobre su libertad se restablecerá su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido, serán juzgados, así como los que hubieren figurado en el gobierno emanado de la rebelión, como los que hubieren cooperado con ésta”.

Este precepto constitucional adoptó una posición opuesta a la de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Constitución francesa de 1783, que decía en su artículo 35: “Cuando el gobierno viole los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el derecho más sagrado y el deber más indispensable”. Esto se entiende debido a las circunstancias políticas e históricas de la época.

De esta manera, en nuestro derecho existe como manifestación de la superlegalidad de la Constitución, el principio de que ésta no está al alcance de las revoluciones como el mismo título noveno menciona sobre la inviolabilidad de la Constitución.

C. Derecho a la revolución en México

Casi todos los regímenes conocidos como constitucionales en México han tenido su origen en el desconocimiento por medio de la violencia de un régimen anterior.

Esto sucedió con nuestra Constitución actual que al reemplazar a la del 57 violó el artículo 128 de la misma, que era idéntico al 136 actual.

Así, en el mes de febrero de 1913, un grupo de militares y civiles llevó a cabo un cuartelazo en la Ciudad de México contra el gobierno legítimo del presidente Madero. Cualquiera que hayan sido los móviles de la rebelión, en esos días se enfrentó la fuerza a la legitimidad, sin que la primera adujera a su favor ningún argumento de derecho positivo.

En su inicio, este Cuartelazo de la Ciudadela no fue sino un reto a la legitimidad en nombre de valores sociales, que los autores del movimiento invocaban como superiores a la misma legalidad.

Pero después de varios días de lucha en la capital, el jefe de las fuerzas leales al gobierno, general Victoriano Huerta, traicionó al Presidente Madero, aprehendiéndolo conjuntamente con el vicepresidente Pino Suárez. Los defensores de la Ciudadela se unieron al traidor, mediante un pacto firmado en la embajada de Estados Unidos.

Desde este acontecimiento, la situación jurídica se ve modificada. Por las renuncias del presidente y del vicepresidente, sustituyó al primero, de acuerdo con el artículo 81 de la Constitución del 57, el Secretario de Relaciones Exteriores. El nuevo presidente, inmediatamente después de tomar posesión del cargo, designó para ocupar la Secretaría de Gobernación a Victoriano Huerta, y renunció a la presidencia en virtud de lo cual ocupó Huerta la presidencia, conforme a las normas de sucesión establecidas en la Constitución vigente. La Cámara de Diputados aceptó las renuncias, en ejercicio de la facultad que le confería el artículo 82 del mismo ordenamiento jurídico y el poder judicial, el ejército y los gobernadores de los estados, excepto uno, reconocieron que el nuevo régimen continuaba sin interrupción el sistema de legalidad.

Por esto, el gobierno de Huerta no fue de usurpación, ya que el usurpador de cargo es aquel que lo ocupa y realiza el acto sin ninguna clase de investidura ni irregular ni prescrita y Huerta tenía una investidura constitucional. Agotados los recursos legales en contra del gobierno de Huerta, nació inevitablemente el derecho moral a la revolución.

Por ello el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, se rebeló contra Huerta, iniciando una verdadera revolución, que se denominó “Constitucionalista” ya que alegaban que se había violado la Constitución en su artículo 82 ya que no se había llamado a elecciones extraordinarias. Pero esta justificación legal no existía, sino que hasta el momento se trataba de una mera justificación moral. La justificación legal llegó hasta la victoria.

Así las cosas, la lucha estaba entablada entre la ley, que si era hábil para encubrir una traición, no servía en cambio para satisfacer las urgencias populares y el pueblo mexicano buscaba nuevas fórmulas de justicia aplazadas por la revolución de Madero.

El derecho moral a la revolución, de esta manera, queda justificado cuando los poderes existentes se mantienen aferrados a una rígida situación jurídica carente de vida, sin adaptarse a las progresivas concepciones culturales. En este caso, la revolución no es la violación del derecho sino la creación del mismo.

Así, si la Constitución del 57 no servía para satisfacer estas necesidades populares y para derrocar a un gobierno de usurpación, era lógico que debía ser abrogada y sustituida por una nueva.

En un principio Carranza encomendó al Constituyente de Querétaro una serie de reformas a la Constitución del 57, pero durante las sesiones de la misma se vio la necesidad de abrogarla y promulgar un nuevo orden jurídico para México. Esta Constitución de 1917 tiene su fundamentación moral en el hecho de que a una revolución violenta debe seguir la creación de un nuevo orden jurídico.

La Constitución se legitimó cuando el pueblo reconoció la autoridad del Poder Constituyente y se sujetó a las disposiciones de la nueva Constitución.

En conclusión, el derecho a la revolución no puede ser reconocido a priori en la ley positiva, sino sólo a posteriori. El derecho de la revolución se convierte en derecho positivo cuando es reconocido como tal por el pueblo, expresa o tácitamente.

martes, 3 de noviembre de 2009

Fuente: Iuris Tantum - Núm. 18, Diciembre 2007

Conferencia magistral dictada en el Congreso de Coahuila el 8 de febrero de 2007 por Xavier Díez de Urdanivia Fernández. Doctor en Derecho. Profesor Investigador de Tiempo Completo en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma del Noreste.

Acudo a este honorable recinto respondiendo con gusto a la muy honrosa invitación que me formulara, a nombre de las señoras y los señores diputados, el Presidente de la Junta de Gobierno del Congreso de este noble, Independiente, Libre y Soberano Estado de Coahuila de Zaragoza, el licenciado Horacio del Bosque Dávila, para compartir algunas reflexiones en torno a la trascendencia de la Constitución mexicana de 1857, en presencia del siglo XXI.

A ciento cincuenta años de su promulgación, cabe preguntarse si ella es sólo un venerable antecedente de la que hoy nos rige o sí, como creo y sostengo, es en realidad un documento que no sólo incorporó a México en la modernidad, sino que sentó bases firmes para detonar el desarrollo democrático de nuestro país en el mismo siglo XXI.

¿Cómo pudo esto ocurrir apenas mediado el siglo XIX? Gracias, según creo, a la pujante y preclara convicción de una excepcional generación de mexicanos, que lo fueron profundamente, al tiempo en que eran también ciudadanos del mundo.

Para acreditar esa aseveración estimo indispensable puntualizar previamente algunos elementos esenciales del marco teórico en que ella se inscribe. En primer lugar, estimo necesario recordar que una Constitución, cualquiera, es más que el marco normativo de mayor rango en un sistema estatal; es, además y antes que ello, la expresión mínima de un pacto político en el que se plasman los acuerdos vitales para el transcurso ordenado de la vida en sociedad de cualquier comunidad humana con apetencias de integralidad estable.

Cuando ese consenso falta, los sistemas políticos permanecen ayunos de la estructura institucional que permite el flujo ágil del transcurrir social cotidiano en el seno de parámetros mínimos de una legitimidad que, para serlo, no sólo ha de responder a los requerimientos de la legalidad, sino que debe, sobre todo, proveer satisfactoriamente a la necesidad de velar por el interés general, que no puede significar otra cosa que la efectiva garantía de los derechos y libertades fundamentales de los seres humanos.

En ese sentido, es insuficiente predicar la aceptabilidad de un régimen dado, como quieren Schmitt[1] y Lipset,[2] para calificarlo como legítimo, porque es claro que esa aceptabilidad no puede ser otra cosa que el producto de la percepción social generalizada de que el régimen cumple con el cometido garante a que se refiere el párrafo que antecede.

Más aún: sin legitimidad es impensable siquiera la tan manida gobernabilidad, independientemente de que se conciba como la capacidad que tiene un gobierno para hacer prosperar sus propuestas a través de las instituciones estatales o como el potencial que tiene un gobierno para responder a las demandas y necesidades de la sociedad.

Es la legitimidad, en otras palabras, la única justificación del poder público que se ha traducido tradicionalmente en la añeja noción de soberanía, como expresión suprema del poder del estado y en el estado, que no puede tener más sustento que la combinación equilibrada de una democracia fincada en ese interés general, con un orden normativo capaz de darle estructura y vía al acontecer cotidiano de toda comunidad civilizada.

Por eso hoy, en medio de los vientos que llevan al mundo a una irreversible globalidad de los fenómenos sociales y políticos, no sólo los económicos, una constante generalizada es la búsqueda de timbres de legitimidad para las instituciones, más allá de los límites territoriales, porque el paradigma en que hasta hoy ha descansado ella, desde sus orígenes renacentistas, parece haber entrado en franca crisis.

En efecto, el estado, que conjugó satisfactoriamente esos elementos de ordenación social durante casi cuatro siglos, parece hoy opacarse en su capacidad de respuesta frente a la necesidad de garantizar un interés común que trasciende las fronteras y, por si fuera poco, ha llegado más allá del ámbito estatal para todo efecto práctico de verdad relevante.

A nadie escapa el hecho de que un concepto que refleje hoy en día la realidad de la soberanía debe, por fuerza, considerar ese hecho, puesto que es innegable que de ella ya no es posible predicar, como lo hizo Bodino cuando acuñó el término, su irresistibilidad dentro del estado y su independencia hacia el exterior. En términos de real politik, en estos tiempos no es, ni con mucho, un poder omnímodo al que queden supeditados todos los demás que

en el interior existen, por la sencilla razón de que la revolución tecnológica ha diluido -en algunos casos incluso ha borrado- las fronteras entre los estados; por eso también la interdependencia global impide predicar de ella su independiente talante original.

Sólo pensar en Davos, por ejemplo, un foro impulsado por los capitanes de grandes empresas extranacionales, al que concurren cada año no pocos jefes de estado para exponer ante el mundo económico las ventajas competitivas de su país, nos da una idea clara de que cada vez más parece que es el estado el que se percibe supeditado a los designios de esos nuevos centros del poder mundial y no, como solía ser y todavía se piensa por algunos que es, a la inversa.

Es así que en medio de la globalidad ha surgido una nueva corriente de pensamiento que busca devolver a las instituciones políticas esa justificación que encontraron en el rejuego dialéctico derivado de una díada inseparable, formada por los sistemas político y normativo que, según bien apunta Niklas Luhmann, parece perdida en el ámbito global.[3]

Para restaurar esa función dual es insuficiente un sistema internacional normativo, al que son ajenas las nuevas redes de poder, inalcanzables para los estados -para todos y para cualquiera. Hace falta encontrar nuevas fórmulas de ordenación que, con igual o mayor solidez, provean esa plataforma en que los seres humanos encuentren un cauce efectivo para desahogar la intensa dinámica de sus relaciones.

Esa búsqueda ha dado lugar, cada vez con un mayor consenso, a lo que ha dado en llamarse nuevo constitucionalismo, que si bien reconoce la libertad de mercado como sustento económico -sobre todo por lo que de libertad implica- también ha insistido sin fatiga en la atenuación necesaria de los rigores de tan amplia vaguedad frente a otros valores, también libertarios.[4]

Así, mientras que en lo jurídico recobran vigor la igualdad esencial de los seres humanos y su libertad consiguiente, en lo político, consistentemente, es propugnada una democracia que no se constriña a los requisitos escuetos de formalismos electorales, sino que se traduzca en sistemas que, por el contenido de sus preceptos y el ejercicio de sus instituciones, trascienda hasta el campo de la garantía de un interés general mundial basado, precisa y coincidentemente, en aquellos derechos y libertades fundamentales.

Pero ese factor social de la legitimidad no puede actuar con eficacia sin articulación, y esta no puede lograrse efectivamente en un espacio mundial ayuno de normas y de los mecanismos e instituciones capaces, en todo sentido, de velar por su observancia e imponerlas, llegado el caso. Huelga decir que, aunque hubiera una pretensión de estructurar un sistema como ese a partir de la imagen y semejanza de lo que ha sido el estado, sus proporciones serán tales que no pasaría el intento de ser una utopía, tan irrealizable como la de Tomás Moro y las otras pensadas a su semejanza.

Para que sea viable, en cambio, cualquier esquema que se conciba debe considerar al estado como su elemento clave, porque sólo en ese nivel pueden encontrar cauce ordenado las energías sociales y políticas de la vida en comunidad, en niveles que no rebasen la capacidad del sistema para proveer a su propia estabilidad. Por eso es que se necesita reducir la complejidad social, a fin de que de verdad pueda expresarse una efectiva y generalizada participación social, desde ahí donde puede darse mejor.

En ese contexto, si bien es cierto que la soberanía estatal de viejo cuño, por más que se quiera, no puede ya concebirse como poder supremo, es necesario no obstante redefinirla como suprema legitimidad, para encontrar en ella los ingredientes de la sustancial función de la política. Es en este punto, precisamente, que cobra gran relevancia el significado histórico de nuestra primera Constitución garantista.

Recuérdese con Ermanno Vitale, como lo hace Miguel Carbonell,[5] que tras las instituciones jurídicas y las decisiones políticas hay seres humanos que las sufren en cuerpo y alma. Ellos, los hombres y mujeres de México y del mundo, contemporáneos y no, estuvieron presentes expresamente en el ánimo del constituyente de 1856 cuando incorporó al texto de la ley suprema ese catálogo, que pervive todavía, de derechos fundamentales por nosotros conocido como Garantías Individuales, con evidente vocación de permanencia perdurable.

Así lo hace saber a la Nación el Congreso Constituyente mismo, el día en que se promulgó esa carta magna, cuando dice en un manifiesto que a ella dirigió: "El voto del país entero clamaba por una Constitución que asegurara las garantías del hombre, los derechos del ciudadano, el orden regular de la sociedad [...] a este voto, a esta aspiración debió su triunfo la revolución de Ayutla, y de esta victoria del pueblo sobre sus opresores, del derecho sobre la fuerza bruta, se derivó la reunión del Congreso, llamado a realizar la ardiente esperanza de la República: un código político adecuado a sus necesidades y a los rápidos progresos que, a pesar de sus desventuras, ha hecho en la carrera de la civilización".[6]

Decir lo anterior es tanto como predicar la libertad entre iguales como valor universal supremo de la convivencia, lo que, a la vista de las nuevas corrientes del constitucionalismo de esta era postindustrial, hace evidente la grandeza de miras de quienes buscaron, y consiguieron, plasmar en la Constitución, para ya no irse de ella nunca jamás, la dignidad que radica en los derechos básicos como cimiento del orden social civilizado que desde entonces se enseñoreó de nuestras instituciones jurídicas.

No en vano ese agudo estudioso de la Constitución que fue don Isidro Montiel y Duarte, ya en 1873 y teniendo en mente la Constitución de 1824 y la de Cádiz, afirma que aun cuando "...nuestra legislación fundamental ha reconocido siempre los derechos del hombre [eso ha sido] sin erigirlos en principio, y sobre todo sin haber sabido garantizarlos de una manera precisa y eficaz, como es indispensable hacerlo para que no se conviertan en puramente nominales".[7]

Es así: nuestra primera Constitución sólo contenía una escueta enumeración de derechos, pero sin garantizar su efectiva observancia, como lo hace ya la de 1857 -la que es más precisa y prolija que su antecesora- pues es hasta entonces que se introduce, además, un principio propio de la idea-fuerza democrática que en su tiempo fue la Constitución estadounidense: la revisión judicial.

Esa doble inclusión es, a mi juicio, la mayor aportación del Congreso Constituyente de 1856, que no ha podido ser a cabalidad aquilatada por virtud de una añeja cuanto inadecuada interpretación jurisprudencial -por decir lo menos- que, adoptada desde los años finales del siglo XIX, es a todas luces restrictiva de la Constitución misma que, en los hechos y contra todo principio, ha visto prácticamente derogado el que quizás sea su dispositivo fundamental, la piedra de toque del edificio institucional por el que transcurre la vida cotidiana de los mexicanos. Me refiero al actual artículo 133 de la Constitución, que encuentra su antecedente inmediato en el 126 de la de 1857.

Conviene recordar su texto, que dice a la letra: "Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados hechos o que se hicieren por el Presidente de la República, con aprobación del Congreso, serán la ley suprema de toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los Estados".

Es ese un admirable compendio de lo que, en su diseño deontológico, es nuestro estado, un estado de Derecho porque en él se supedita la acción de todo poder, público o privado, al mandato de la ley, de una ley preexistente y general, cuanto universal en sus postulados.

Con alguna modificación menor, tal redacción permanece en nuestra ley suprema vigente y es a su vez una transposición del artículo VI, segundo párrafo, de la Constitución estadounidense, hecho este que, sumado a una supuesta exclusividad del Poder Judicial federal para interpretar la Constitución- ha dado pie para justificar, acríticamente, su inveterada proscripción de la práctica jurisdiccional, lo que sin duda es una de las causas principales del precario desarrollo de nuestra democracia, la muy antigua isonomía, la igualdad ante la ley, médula esencial de toda práctica republicana desde el inicio de la modernidad.

Este es un tema en el que mucho he insistido -y seguiré haciéndolo- porque me anima la convicción de que el verdadero símbolo de la civilización occidental y su esquema básico de gobierno no es un supuesto y confuso plebiscito masivo, sino el papel proverbial del juez imparcial, que desentraña el sentido de la voluntad ancestral imbíbita en el Derecho y le da vida al mandato comunitario.

Por eso, la civilización avanza cuando el hombre supera el estado de naturaleza, que se caracteriza por su anomia, la que sólo pudo ser resuelta a partir de la instauración de los jueces, los antiguos pretores, a cuyo cargo ha corrido decir el derecho, sentar la jurisprudencia interpretando la práctica inveterada que, a fuerza de reiterarse en el tiempo bajo una convicción generalizada de obligatoriedad, se convierte en el orden jurídico. Confiar tan alta responsabilidad ha de hacerse a favor de hombres prudentes y sabios, que no sólo conozcan la ley, sino que sepan aplicarla en aras de los supremos valores de convivencia que, como mínimos de dignidad, consagran las constituciones.

En nuestra tradición napoleónica, esa peculiaridad genética del natural consuetudinario del Derecho, que siempre descansa sobre un consenso social -aunque éste sea apenas sentido- parece haberse perdido. Sólo cuando falta se percibe su ausencia, especialmente si la carencia roza la descomposición del entramado social.

En ese extremo, sólo quedan los jueces -si no las armas- para evitar el aniquilante desorden en que deriva la subversión de las leyes básicas, fundamentales, de la civilidad, lo que llamamos derecho, ese derecho que se objetiviza a partir del sistemas de fuentes cuya causa última está en la Constitución, que a fin de cuentas es norma porque es pacto de convivencia que se construye paulatinamente y con aspiraciones de perdurabilidad estable y flexible, y del que en mucho depende el curso evolutivo de la dinámica social en todas sus expresiones.

Cuando una sociedad desconfía de sus jueces, no puede encontrar firmeza en sus propias acciones; si esa desconfianza parte de las instituciones mismas responsables en última instancia de garantizar la efectiva vigencia del pacto constitucional, la circunstancia es, según me parece, en verdad preocupante.

Ante tal consideración emerge el verdadero valor de la inclusión que hizo el congreso de 1856 en la Constitución del 57 del llamado control difuso de la constitucionalidad de los actos del poder público -que de difuso nada tiene y sí de disperso, porque se distribuye en todo el aparato judicial- que es típico del modelo estadounidense y cuyas características distintivas, fundamento de la doctrina de la revisión judicial, se desprenden del precedente fijado en Marbury v. Madison por el Juez John Marshall, cabeza de la Suprema Corte estadounidense por treinta y cuatro años, a cuya ponencia se debe ese fallo. Pueden tales, desde entonces, enunciarse de la siguiente manera:[8]

* La misión específica de los tribunales, como órganos a cuyo cargo corre la aplicación de una nueva norma a los casos particulares, deben necesariamente exponer e interpretar dicha norma, debiendo decidir los efectos de cada una de las normas aplicables si en el análisis del caso concreto convergen dos de ellas que se contradigan.

"Si los tribunales -reza el fallo citado- deben respetar la Constitución y ésta es superior a cualquier acto ordinario del Poder Legislativo, la Constitución -y no las normas legislativas- deben regular un caso en litigio en el que estas dos normas podrían ser aplicables".

* El sistema de frenos y contrapesos derivado de la distribución tripartita de las potestades propias de a soberanía, implica la idea de limitación del poder. Es así la distinción entre un gobierno con poderes limitados y uno que no encuentre límite se hace nugatoria si dichos límites no restringen la actividad de las personas a las que se imponen y si los actos prohibidos y los permitidos merecen la misma consideración.

* La Constitución es la Ley Suprema y, frente a esta convicción axiomática, es de primordial importancia recordar el razonamiento que hace al respecto el fallo mencionado:

"No hay una solución intermedia entre estas alternativas: o la Constitución es la Ley Suprema, que no puede ser variada por medios ordinarios, o está en el nivel de los actos legislativos ordinarios y, como cualquier disposición legislativa, puede ser alterada cuando a la legislatura le parezca alterarla. Si la primera proposición de ésta última alternativa es cierta, un acto legislativo contrario a la Constitución no es Derecho; si la segunda proposición es verdadera, las Constituciones escritas son intentos absurdos del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitable [...] Ciertamente, cuantos han establecido Constituciones escritas las consideran como formando la Ley Suprema de la nación y, en consecuencia, la teoría de un gobierno así establecido debe ser que un acto de la legislatura contrario a la Constitución es nulo".

A partir de esos principios bien puede concluirse que:

* El control de la constitucionalidad, bajo este sistema adoptado por nuestra Constitución de 1857 y mantenido en la del 1917, sólo tiene lugar para la defensa de algún derecho subjetivo amparado por la Constitución.

* El esquema de control difuso implica la actuación de los jueces -y de la Suprema Corte en última instancia- para destruir la presunción de constitucionalidad de una ley, cuando ello sea procedente, sin destruir su esencia legislativa.

* La intervención judicial se produce en el marco de las propias sentencias resolutivas de los litigios, cuando en ellos alguna de las partes invoca agravios ocasionados por la violación de derechos establecidos por la Constitución a su favor en vía de excepción.

Como puede apreciarse, la preocupación del último constituyente decimonónico quiso, como bien ha apuntado Montiel y Duarte, no sólo sentar con firmeza las libertades pasivas con un sentido más firme que el puramente declarativo, sino dotándolas de una doble garantía de efectividad, pues no debe olvidarse que, aunque incorporado al nivel constitucional desde 1847, el Juicio de Amparo fue acogido a plenitud por la Constitución de 1857. Sin embargo, por las propias características de su original diseño -especialmente el nocivo e injustificable principio de relatividad de sus sentencias- no satisfizo las apetencias garantes del los constituyentes, quienes evidentemente considerándolo insuficiente, adoptaron un sistema mixto que incorpora, además, el sistema anglosajón ya descrito, el que a pesar de su innegable valía, ha sido proscrito a esa especie de limbo en que, como en la cuarentena que guarda un virus nocivo, lo ha colocado la Corte Suprema.

A los mexicanos de hoy, me parece, especialmente a los juristas, nos toca retomar la bandera liberal que entonces fue enarbolada, y pugnar por satisfacer la que, como gustan decir a la moda algunos, es todavía una asignatura pendiente. Con cubrirla, no sólo se podría abrir una vía muy amplia para ese tránsito a la democracia plena que tanto trabajo parece estar costando, sino que se haría en condiciones de concluirlo bajo un concepto de democracia más pleno, como lo quiere ya nuestra Constitución vigente, que lo plasma nada más y nada menos que en el capítulo correspondiente a los derechos fundamentales -no en la parte orgánica- y no en cualquier artículo, sino en aquel que dedica al tema de la educación, vía por excelencia para perpetuar los valores sociales fundamentales.

Esa noción se esgrime, desde mucho antes que la propugnara el garantismo contemporáneo, prescribiendo que, entre otras características, la educación será democrática, expresando con claridad diáfana que por democracia ha de entenderse no sólo una estructura jurídica y un régimen político formal, sino que, para usar la misma fórmula constitucional, deberá concebirse como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, es decir, como el derecho fundamental a una vida digna de todos los seres humanos comprendidos en él.

Como corolario de lo dicho, permítaseme decir, en una apretada síntesis conclusiva, que si México enfrenta los retos del siglo XXI con el ánimo puesto en este último ideal -cuyas raíces fueron bien definidas y convenientemente sembradas en 1857 por el Constituyente libertario y liberal que consolidó nuestra independencia- utilizando convenientemente los recursos garantes del interés general que ya desde ese tiempo están a su alcance, podrá, sin tantos tropiezos y regresiones, transcurrir exitosamente hacia la nueva era que inicia, en la que se ofrecen perspectivas muy halagüeñas a quien quiera aprovecharlas y esté dispuesto a enfrentar los retos y asumir los riesgos que tal actitud implica.

A ciento cincuenta años de haber sido expedida, distingue y da prosapia a esa señera Constitución cuya promulgación conmemoramos, precisamente su visión de futuro, fincada sobre los valores universales de libertad e igualdad que quiso garantizar plenamente desde entonces y para siempre.

Honremos esa encomienda histórica.

Saltillo, Coahuila, a 8 de febrero de 2007.

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[1] Cf. SCHMITT, Carl. Teoría de la Constitución; traducción de Francisco Ayala; segunda reimpresión de la primera edición (1982); Alianza Editorial; Madrid; 1996; PP. 104 a 107.

[2] Cf. LIPSET, Seymour Martin. El Hombre Político; rei, México, 1993, P. 67

[3] Citado por NAVAS , Alejandro. La teoría sociológica de Niklas Luhmann; EUNSA ; Pamplona; 1989; P. 349.

[4] Cf. FERRAJOLI, Luigi. Derechos y Garantías. La ley del más débil; Trotta; 2002.

[5] Cf. CARBONELL, Miguel. Libertad de tránsito y fronteras: la gran cuestión del siglo XXI; en VALADES, Diego y CARBONELL, Miguel. El proceso constituyente mexicano. A 150 años de la constitución de 1857 y 90 de la constitución de 1917; IIJ; UNAM; México; 2007.

[6] Vid. El Congreso Constituyente a la Nación, en Documentos Históricos Constitucionales de las Fuerzas Armadas Mexicanas; Ediciones del Senado de la República; México; 1966; T. II, P. 35.

[7] MONTIEL Y DUARTE , Isidro. Estudios sobre Garantías Individuales; 5ª edición facsimilar; Porrúa; México; 1991; P. 6.

[8] El texto completo se puede consultar en: http://www.landmarkcases.org/marbury/pdf/marbury_ v_madison.pdf

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