jueves, 19 de noviembre de 2009

El constituyente revolucionario

Fuente: Derecho Constitucional mexicano (2009) Id. vLex: VLEX-57400059


A. Derecho de la revolución

En este tema corresponde estudiar si la Constitución autoriza o tolera su propia derogación o reforma por medios violentos, lo que significa un doble problema que es el derecho a la revolución y el derecho de la revolución.

En principio se debe definir qué es la revolución.

Se entiende por revolución la modificación violenta de los fundamentos constitucionales de un estado. Se excluyen de este concepto las nociones de motín, sedición, rebelión y cuartelazo, ya que tienen por origen querellas de personas o de fracciones y por objeto el apoderamiento del mando, sin mudar el régimen jurídico existente, sino que invocan como pretexto el debido respecto debido al mismo.

En México, desde la Revolución de Ayutla que creó un nuevo régimen constitucional, no ha habido otra diferente de la Constitucionalista de 1913.

Ahora bien, el derecho a la revolución puede tener, en algunos casos, una fundamentación moral, pero nunca jurídica.

Moralmente el derecho a la revolución se confunde con el derecho de resistencia del pueblo contra el poder político. Pero jurídicamente este derecho no existe, ya que un derecho legítimo a la revolución, es decir, a la violación del derecho, no debe existir.

Por eso en el estado de derecho constitucional no puede ser reconocido un derecho del pueblo a la revolución, porque allí donde existen medios jurídicos que ofrecen al pueblo la posibilidad legal de alcanzar una reforma del orden político de acuerdo con sus necesidades jurídicas, puede decirse que está asegurada la justicia. En nuestro sistema ese medio jurídico consistente en la reforma constitucional, se realiza por medio del Poder Constituyente Permanente.

B. Artículo 136 Constitucional

Nuestra Constitución sustenta la tesis expuesta en su artículo 136 que a la letra dice: “Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia. En caso de que por cualquier trastorno público se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona, tan luego como el pueblo recobre su libertad se restablecerá su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido, serán juzgados, así como los que hubieren figurado en el gobierno emanado de la rebelión, como los que hubieren cooperado con ésta”.

Este precepto constitucional adoptó una posición opuesta a la de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Constitución francesa de 1783, que decía en su artículo 35: “Cuando el gobierno viole los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el derecho más sagrado y el deber más indispensable”. Esto se entiende debido a las circunstancias políticas e históricas de la época.

De esta manera, en nuestro derecho existe como manifestación de la superlegalidad de la Constitución, el principio de que ésta no está al alcance de las revoluciones como el mismo título noveno menciona sobre la inviolabilidad de la Constitución.

C. Derecho a la revolución en México

Casi todos los regímenes conocidos como constitucionales en México han tenido su origen en el desconocimiento por medio de la violencia de un régimen anterior.

Esto sucedió con nuestra Constitución actual que al reemplazar a la del 57 violó el artículo 128 de la misma, que era idéntico al 136 actual.

Así, en el mes de febrero de 1913, un grupo de militares y civiles llevó a cabo un cuartelazo en la Ciudad de México contra el gobierno legítimo del presidente Madero. Cualquiera que hayan sido los móviles de la rebelión, en esos días se enfrentó la fuerza a la legitimidad, sin que la primera adujera a su favor ningún argumento de derecho positivo.

En su inicio, este Cuartelazo de la Ciudadela no fue sino un reto a la legitimidad en nombre de valores sociales, que los autores del movimiento invocaban como superiores a la misma legalidad.

Pero después de varios días de lucha en la capital, el jefe de las fuerzas leales al gobierno, general Victoriano Huerta, traicionó al Presidente Madero, aprehendiéndolo conjuntamente con el vicepresidente Pino Suárez. Los defensores de la Ciudadela se unieron al traidor, mediante un pacto firmado en la embajada de Estados Unidos.

Desde este acontecimiento, la situación jurídica se ve modificada. Por las renuncias del presidente y del vicepresidente, sustituyó al primero, de acuerdo con el artículo 81 de la Constitución del 57, el Secretario de Relaciones Exteriores. El nuevo presidente, inmediatamente después de tomar posesión del cargo, designó para ocupar la Secretaría de Gobernación a Victoriano Huerta, y renunció a la presidencia en virtud de lo cual ocupó Huerta la presidencia, conforme a las normas de sucesión establecidas en la Constitución vigente. La Cámara de Diputados aceptó las renuncias, en ejercicio de la facultad que le confería el artículo 82 del mismo ordenamiento jurídico y el poder judicial, el ejército y los gobernadores de los estados, excepto uno, reconocieron que el nuevo régimen continuaba sin interrupción el sistema de legalidad.

Por esto, el gobierno de Huerta no fue de usurpación, ya que el usurpador de cargo es aquel que lo ocupa y realiza el acto sin ninguna clase de investidura ni irregular ni prescrita y Huerta tenía una investidura constitucional. Agotados los recursos legales en contra del gobierno de Huerta, nació inevitablemente el derecho moral a la revolución.

Por ello el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, se rebeló contra Huerta, iniciando una verdadera revolución, que se denominó “Constitucionalista” ya que alegaban que se había violado la Constitución en su artículo 82 ya que no se había llamado a elecciones extraordinarias. Pero esta justificación legal no existía, sino que hasta el momento se trataba de una mera justificación moral. La justificación legal llegó hasta la victoria.

Así las cosas, la lucha estaba entablada entre la ley, que si era hábil para encubrir una traición, no servía en cambio para satisfacer las urgencias populares y el pueblo mexicano buscaba nuevas fórmulas de justicia aplazadas por la revolución de Madero.

El derecho moral a la revolución, de esta manera, queda justificado cuando los poderes existentes se mantienen aferrados a una rígida situación jurídica carente de vida, sin adaptarse a las progresivas concepciones culturales. En este caso, la revolución no es la violación del derecho sino la creación del mismo.

Así, si la Constitución del 57 no servía para satisfacer estas necesidades populares y para derrocar a un gobierno de usurpación, era lógico que debía ser abrogada y sustituida por una nueva.

En un principio Carranza encomendó al Constituyente de Querétaro una serie de reformas a la Constitución del 57, pero durante las sesiones de la misma se vio la necesidad de abrogarla y promulgar un nuevo orden jurídico para México. Esta Constitución de 1917 tiene su fundamentación moral en el hecho de que a una revolución violenta debe seguir la creación de un nuevo orden jurídico.

La Constitución se legitimó cuando el pueblo reconoció la autoridad del Poder Constituyente y se sujetó a las disposiciones de la nueva Constitución.

En conclusión, el derecho a la revolución no puede ser reconocido a priori en la ley positiva, sino sólo a posteriori. El derecho de la revolución se convierte en derecho positivo cuando es reconocido como tal por el pueblo, expresa o tácitamente.

martes, 3 de noviembre de 2009

Fuente: Iuris Tantum - Núm. 18, Diciembre 2007

Conferencia magistral dictada en el Congreso de Coahuila el 8 de febrero de 2007 por Xavier Díez de Urdanivia Fernández. Doctor en Derecho. Profesor Investigador de Tiempo Completo en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma del Noreste.

Acudo a este honorable recinto respondiendo con gusto a la muy honrosa invitación que me formulara, a nombre de las señoras y los señores diputados, el Presidente de la Junta de Gobierno del Congreso de este noble, Independiente, Libre y Soberano Estado de Coahuila de Zaragoza, el licenciado Horacio del Bosque Dávila, para compartir algunas reflexiones en torno a la trascendencia de la Constitución mexicana de 1857, en presencia del siglo XXI.

A ciento cincuenta años de su promulgación, cabe preguntarse si ella es sólo un venerable antecedente de la que hoy nos rige o sí, como creo y sostengo, es en realidad un documento que no sólo incorporó a México en la modernidad, sino que sentó bases firmes para detonar el desarrollo democrático de nuestro país en el mismo siglo XXI.

¿Cómo pudo esto ocurrir apenas mediado el siglo XIX? Gracias, según creo, a la pujante y preclara convicción de una excepcional generación de mexicanos, que lo fueron profundamente, al tiempo en que eran también ciudadanos del mundo.

Para acreditar esa aseveración estimo indispensable puntualizar previamente algunos elementos esenciales del marco teórico en que ella se inscribe. En primer lugar, estimo necesario recordar que una Constitución, cualquiera, es más que el marco normativo de mayor rango en un sistema estatal; es, además y antes que ello, la expresión mínima de un pacto político en el que se plasman los acuerdos vitales para el transcurso ordenado de la vida en sociedad de cualquier comunidad humana con apetencias de integralidad estable.

Cuando ese consenso falta, los sistemas políticos permanecen ayunos de la estructura institucional que permite el flujo ágil del transcurrir social cotidiano en el seno de parámetros mínimos de una legitimidad que, para serlo, no sólo ha de responder a los requerimientos de la legalidad, sino que debe, sobre todo, proveer satisfactoriamente a la necesidad de velar por el interés general, que no puede significar otra cosa que la efectiva garantía de los derechos y libertades fundamentales de los seres humanos.

En ese sentido, es insuficiente predicar la aceptabilidad de un régimen dado, como quieren Schmitt[1] y Lipset,[2] para calificarlo como legítimo, porque es claro que esa aceptabilidad no puede ser otra cosa que el producto de la percepción social generalizada de que el régimen cumple con el cometido garante a que se refiere el párrafo que antecede.

Más aún: sin legitimidad es impensable siquiera la tan manida gobernabilidad, independientemente de que se conciba como la capacidad que tiene un gobierno para hacer prosperar sus propuestas a través de las instituciones estatales o como el potencial que tiene un gobierno para responder a las demandas y necesidades de la sociedad.

Es la legitimidad, en otras palabras, la única justificación del poder público que se ha traducido tradicionalmente en la añeja noción de soberanía, como expresión suprema del poder del estado y en el estado, que no puede tener más sustento que la combinación equilibrada de una democracia fincada en ese interés general, con un orden normativo capaz de darle estructura y vía al acontecer cotidiano de toda comunidad civilizada.

Por eso hoy, en medio de los vientos que llevan al mundo a una irreversible globalidad de los fenómenos sociales y políticos, no sólo los económicos, una constante generalizada es la búsqueda de timbres de legitimidad para las instituciones, más allá de los límites territoriales, porque el paradigma en que hasta hoy ha descansado ella, desde sus orígenes renacentistas, parece haber entrado en franca crisis.

En efecto, el estado, que conjugó satisfactoriamente esos elementos de ordenación social durante casi cuatro siglos, parece hoy opacarse en su capacidad de respuesta frente a la necesidad de garantizar un interés común que trasciende las fronteras y, por si fuera poco, ha llegado más allá del ámbito estatal para todo efecto práctico de verdad relevante.

A nadie escapa el hecho de que un concepto que refleje hoy en día la realidad de la soberanía debe, por fuerza, considerar ese hecho, puesto que es innegable que de ella ya no es posible predicar, como lo hizo Bodino cuando acuñó el término, su irresistibilidad dentro del estado y su independencia hacia el exterior. En términos de real politik, en estos tiempos no es, ni con mucho, un poder omnímodo al que queden supeditados todos los demás que

en el interior existen, por la sencilla razón de que la revolución tecnológica ha diluido -en algunos casos incluso ha borrado- las fronteras entre los estados; por eso también la interdependencia global impide predicar de ella su independiente talante original.

Sólo pensar en Davos, por ejemplo, un foro impulsado por los capitanes de grandes empresas extranacionales, al que concurren cada año no pocos jefes de estado para exponer ante el mundo económico las ventajas competitivas de su país, nos da una idea clara de que cada vez más parece que es el estado el que se percibe supeditado a los designios de esos nuevos centros del poder mundial y no, como solía ser y todavía se piensa por algunos que es, a la inversa.

Es así que en medio de la globalidad ha surgido una nueva corriente de pensamiento que busca devolver a las instituciones políticas esa justificación que encontraron en el rejuego dialéctico derivado de una díada inseparable, formada por los sistemas político y normativo que, según bien apunta Niklas Luhmann, parece perdida en el ámbito global.[3]

Para restaurar esa función dual es insuficiente un sistema internacional normativo, al que son ajenas las nuevas redes de poder, inalcanzables para los estados -para todos y para cualquiera. Hace falta encontrar nuevas fórmulas de ordenación que, con igual o mayor solidez, provean esa plataforma en que los seres humanos encuentren un cauce efectivo para desahogar la intensa dinámica de sus relaciones.

Esa búsqueda ha dado lugar, cada vez con un mayor consenso, a lo que ha dado en llamarse nuevo constitucionalismo, que si bien reconoce la libertad de mercado como sustento económico -sobre todo por lo que de libertad implica- también ha insistido sin fatiga en la atenuación necesaria de los rigores de tan amplia vaguedad frente a otros valores, también libertarios.[4]

Así, mientras que en lo jurídico recobran vigor la igualdad esencial de los seres humanos y su libertad consiguiente, en lo político, consistentemente, es propugnada una democracia que no se constriña a los requisitos escuetos de formalismos electorales, sino que se traduzca en sistemas que, por el contenido de sus preceptos y el ejercicio de sus instituciones, trascienda hasta el campo de la garantía de un interés general mundial basado, precisa y coincidentemente, en aquellos derechos y libertades fundamentales.

Pero ese factor social de la legitimidad no puede actuar con eficacia sin articulación, y esta no puede lograrse efectivamente en un espacio mundial ayuno de normas y de los mecanismos e instituciones capaces, en todo sentido, de velar por su observancia e imponerlas, llegado el caso. Huelga decir que, aunque hubiera una pretensión de estructurar un sistema como ese a partir de la imagen y semejanza de lo que ha sido el estado, sus proporciones serán tales que no pasaría el intento de ser una utopía, tan irrealizable como la de Tomás Moro y las otras pensadas a su semejanza.

Para que sea viable, en cambio, cualquier esquema que se conciba debe considerar al estado como su elemento clave, porque sólo en ese nivel pueden encontrar cauce ordenado las energías sociales y políticas de la vida en comunidad, en niveles que no rebasen la capacidad del sistema para proveer a su propia estabilidad. Por eso es que se necesita reducir la complejidad social, a fin de que de verdad pueda expresarse una efectiva y generalizada participación social, desde ahí donde puede darse mejor.

En ese contexto, si bien es cierto que la soberanía estatal de viejo cuño, por más que se quiera, no puede ya concebirse como poder supremo, es necesario no obstante redefinirla como suprema legitimidad, para encontrar en ella los ingredientes de la sustancial función de la política. Es en este punto, precisamente, que cobra gran relevancia el significado histórico de nuestra primera Constitución garantista.

Recuérdese con Ermanno Vitale, como lo hace Miguel Carbonell,[5] que tras las instituciones jurídicas y las decisiones políticas hay seres humanos que las sufren en cuerpo y alma. Ellos, los hombres y mujeres de México y del mundo, contemporáneos y no, estuvieron presentes expresamente en el ánimo del constituyente de 1856 cuando incorporó al texto de la ley suprema ese catálogo, que pervive todavía, de derechos fundamentales por nosotros conocido como Garantías Individuales, con evidente vocación de permanencia perdurable.

Así lo hace saber a la Nación el Congreso Constituyente mismo, el día en que se promulgó esa carta magna, cuando dice en un manifiesto que a ella dirigió: "El voto del país entero clamaba por una Constitución que asegurara las garantías del hombre, los derechos del ciudadano, el orden regular de la sociedad [...] a este voto, a esta aspiración debió su triunfo la revolución de Ayutla, y de esta victoria del pueblo sobre sus opresores, del derecho sobre la fuerza bruta, se derivó la reunión del Congreso, llamado a realizar la ardiente esperanza de la República: un código político adecuado a sus necesidades y a los rápidos progresos que, a pesar de sus desventuras, ha hecho en la carrera de la civilización".[6]

Decir lo anterior es tanto como predicar la libertad entre iguales como valor universal supremo de la convivencia, lo que, a la vista de las nuevas corrientes del constitucionalismo de esta era postindustrial, hace evidente la grandeza de miras de quienes buscaron, y consiguieron, plasmar en la Constitución, para ya no irse de ella nunca jamás, la dignidad que radica en los derechos básicos como cimiento del orden social civilizado que desde entonces se enseñoreó de nuestras instituciones jurídicas.

No en vano ese agudo estudioso de la Constitución que fue don Isidro Montiel y Duarte, ya en 1873 y teniendo en mente la Constitución de 1824 y la de Cádiz, afirma que aun cuando "...nuestra legislación fundamental ha reconocido siempre los derechos del hombre [eso ha sido] sin erigirlos en principio, y sobre todo sin haber sabido garantizarlos de una manera precisa y eficaz, como es indispensable hacerlo para que no se conviertan en puramente nominales".[7]

Es así: nuestra primera Constitución sólo contenía una escueta enumeración de derechos, pero sin garantizar su efectiva observancia, como lo hace ya la de 1857 -la que es más precisa y prolija que su antecesora- pues es hasta entonces que se introduce, además, un principio propio de la idea-fuerza democrática que en su tiempo fue la Constitución estadounidense: la revisión judicial.

Esa doble inclusión es, a mi juicio, la mayor aportación del Congreso Constituyente de 1856, que no ha podido ser a cabalidad aquilatada por virtud de una añeja cuanto inadecuada interpretación jurisprudencial -por decir lo menos- que, adoptada desde los años finales del siglo XIX, es a todas luces restrictiva de la Constitución misma que, en los hechos y contra todo principio, ha visto prácticamente derogado el que quizás sea su dispositivo fundamental, la piedra de toque del edificio institucional por el que transcurre la vida cotidiana de los mexicanos. Me refiero al actual artículo 133 de la Constitución, que encuentra su antecedente inmediato en el 126 de la de 1857.

Conviene recordar su texto, que dice a la letra: "Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados hechos o que se hicieren por el Presidente de la República, con aprobación del Congreso, serán la ley suprema de toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los Estados".

Es ese un admirable compendio de lo que, en su diseño deontológico, es nuestro estado, un estado de Derecho porque en él se supedita la acción de todo poder, público o privado, al mandato de la ley, de una ley preexistente y general, cuanto universal en sus postulados.

Con alguna modificación menor, tal redacción permanece en nuestra ley suprema vigente y es a su vez una transposición del artículo VI, segundo párrafo, de la Constitución estadounidense, hecho este que, sumado a una supuesta exclusividad del Poder Judicial federal para interpretar la Constitución- ha dado pie para justificar, acríticamente, su inveterada proscripción de la práctica jurisdiccional, lo que sin duda es una de las causas principales del precario desarrollo de nuestra democracia, la muy antigua isonomía, la igualdad ante la ley, médula esencial de toda práctica republicana desde el inicio de la modernidad.

Este es un tema en el que mucho he insistido -y seguiré haciéndolo- porque me anima la convicción de que el verdadero símbolo de la civilización occidental y su esquema básico de gobierno no es un supuesto y confuso plebiscito masivo, sino el papel proverbial del juez imparcial, que desentraña el sentido de la voluntad ancestral imbíbita en el Derecho y le da vida al mandato comunitario.

Por eso, la civilización avanza cuando el hombre supera el estado de naturaleza, que se caracteriza por su anomia, la que sólo pudo ser resuelta a partir de la instauración de los jueces, los antiguos pretores, a cuyo cargo ha corrido decir el derecho, sentar la jurisprudencia interpretando la práctica inveterada que, a fuerza de reiterarse en el tiempo bajo una convicción generalizada de obligatoriedad, se convierte en el orden jurídico. Confiar tan alta responsabilidad ha de hacerse a favor de hombres prudentes y sabios, que no sólo conozcan la ley, sino que sepan aplicarla en aras de los supremos valores de convivencia que, como mínimos de dignidad, consagran las constituciones.

En nuestra tradición napoleónica, esa peculiaridad genética del natural consuetudinario del Derecho, que siempre descansa sobre un consenso social -aunque éste sea apenas sentido- parece haberse perdido. Sólo cuando falta se percibe su ausencia, especialmente si la carencia roza la descomposición del entramado social.

En ese extremo, sólo quedan los jueces -si no las armas- para evitar el aniquilante desorden en que deriva la subversión de las leyes básicas, fundamentales, de la civilidad, lo que llamamos derecho, ese derecho que se objetiviza a partir del sistemas de fuentes cuya causa última está en la Constitución, que a fin de cuentas es norma porque es pacto de convivencia que se construye paulatinamente y con aspiraciones de perdurabilidad estable y flexible, y del que en mucho depende el curso evolutivo de la dinámica social en todas sus expresiones.

Cuando una sociedad desconfía de sus jueces, no puede encontrar firmeza en sus propias acciones; si esa desconfianza parte de las instituciones mismas responsables en última instancia de garantizar la efectiva vigencia del pacto constitucional, la circunstancia es, según me parece, en verdad preocupante.

Ante tal consideración emerge el verdadero valor de la inclusión que hizo el congreso de 1856 en la Constitución del 57 del llamado control difuso de la constitucionalidad de los actos del poder público -que de difuso nada tiene y sí de disperso, porque se distribuye en todo el aparato judicial- que es típico del modelo estadounidense y cuyas características distintivas, fundamento de la doctrina de la revisión judicial, se desprenden del precedente fijado en Marbury v. Madison por el Juez John Marshall, cabeza de la Suprema Corte estadounidense por treinta y cuatro años, a cuya ponencia se debe ese fallo. Pueden tales, desde entonces, enunciarse de la siguiente manera:[8]

* La misión específica de los tribunales, como órganos a cuyo cargo corre la aplicación de una nueva norma a los casos particulares, deben necesariamente exponer e interpretar dicha norma, debiendo decidir los efectos de cada una de las normas aplicables si en el análisis del caso concreto convergen dos de ellas que se contradigan.

"Si los tribunales -reza el fallo citado- deben respetar la Constitución y ésta es superior a cualquier acto ordinario del Poder Legislativo, la Constitución -y no las normas legislativas- deben regular un caso en litigio en el que estas dos normas podrían ser aplicables".

* El sistema de frenos y contrapesos derivado de la distribución tripartita de las potestades propias de a soberanía, implica la idea de limitación del poder. Es así la distinción entre un gobierno con poderes limitados y uno que no encuentre límite se hace nugatoria si dichos límites no restringen la actividad de las personas a las que se imponen y si los actos prohibidos y los permitidos merecen la misma consideración.

* La Constitución es la Ley Suprema y, frente a esta convicción axiomática, es de primordial importancia recordar el razonamiento que hace al respecto el fallo mencionado:

"No hay una solución intermedia entre estas alternativas: o la Constitución es la Ley Suprema, que no puede ser variada por medios ordinarios, o está en el nivel de los actos legislativos ordinarios y, como cualquier disposición legislativa, puede ser alterada cuando a la legislatura le parezca alterarla. Si la primera proposición de ésta última alternativa es cierta, un acto legislativo contrario a la Constitución no es Derecho; si la segunda proposición es verdadera, las Constituciones escritas son intentos absurdos del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitable [...] Ciertamente, cuantos han establecido Constituciones escritas las consideran como formando la Ley Suprema de la nación y, en consecuencia, la teoría de un gobierno así establecido debe ser que un acto de la legislatura contrario a la Constitución es nulo".

A partir de esos principios bien puede concluirse que:

* El control de la constitucionalidad, bajo este sistema adoptado por nuestra Constitución de 1857 y mantenido en la del 1917, sólo tiene lugar para la defensa de algún derecho subjetivo amparado por la Constitución.

* El esquema de control difuso implica la actuación de los jueces -y de la Suprema Corte en última instancia- para destruir la presunción de constitucionalidad de una ley, cuando ello sea procedente, sin destruir su esencia legislativa.

* La intervención judicial se produce en el marco de las propias sentencias resolutivas de los litigios, cuando en ellos alguna de las partes invoca agravios ocasionados por la violación de derechos establecidos por la Constitución a su favor en vía de excepción.

Como puede apreciarse, la preocupación del último constituyente decimonónico quiso, como bien ha apuntado Montiel y Duarte, no sólo sentar con firmeza las libertades pasivas con un sentido más firme que el puramente declarativo, sino dotándolas de una doble garantía de efectividad, pues no debe olvidarse que, aunque incorporado al nivel constitucional desde 1847, el Juicio de Amparo fue acogido a plenitud por la Constitución de 1857. Sin embargo, por las propias características de su original diseño -especialmente el nocivo e injustificable principio de relatividad de sus sentencias- no satisfizo las apetencias garantes del los constituyentes, quienes evidentemente considerándolo insuficiente, adoptaron un sistema mixto que incorpora, además, el sistema anglosajón ya descrito, el que a pesar de su innegable valía, ha sido proscrito a esa especie de limbo en que, como en la cuarentena que guarda un virus nocivo, lo ha colocado la Corte Suprema.

A los mexicanos de hoy, me parece, especialmente a los juristas, nos toca retomar la bandera liberal que entonces fue enarbolada, y pugnar por satisfacer la que, como gustan decir a la moda algunos, es todavía una asignatura pendiente. Con cubrirla, no sólo se podría abrir una vía muy amplia para ese tránsito a la democracia plena que tanto trabajo parece estar costando, sino que se haría en condiciones de concluirlo bajo un concepto de democracia más pleno, como lo quiere ya nuestra Constitución vigente, que lo plasma nada más y nada menos que en el capítulo correspondiente a los derechos fundamentales -no en la parte orgánica- y no en cualquier artículo, sino en aquel que dedica al tema de la educación, vía por excelencia para perpetuar los valores sociales fundamentales.

Esa noción se esgrime, desde mucho antes que la propugnara el garantismo contemporáneo, prescribiendo que, entre otras características, la educación será democrática, expresando con claridad diáfana que por democracia ha de entenderse no sólo una estructura jurídica y un régimen político formal, sino que, para usar la misma fórmula constitucional, deberá concebirse como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, es decir, como el derecho fundamental a una vida digna de todos los seres humanos comprendidos en él.

Como corolario de lo dicho, permítaseme decir, en una apretada síntesis conclusiva, que si México enfrenta los retos del siglo XXI con el ánimo puesto en este último ideal -cuyas raíces fueron bien definidas y convenientemente sembradas en 1857 por el Constituyente libertario y liberal que consolidó nuestra independencia- utilizando convenientemente los recursos garantes del interés general que ya desde ese tiempo están a su alcance, podrá, sin tantos tropiezos y regresiones, transcurrir exitosamente hacia la nueva era que inicia, en la que se ofrecen perspectivas muy halagüeñas a quien quiera aprovecharlas y esté dispuesto a enfrentar los retos y asumir los riesgos que tal actitud implica.

A ciento cincuenta años de haber sido expedida, distingue y da prosapia a esa señera Constitución cuya promulgación conmemoramos, precisamente su visión de futuro, fincada sobre los valores universales de libertad e igualdad que quiso garantizar plenamente desde entonces y para siempre.

Honremos esa encomienda histórica.

Saltillo, Coahuila, a 8 de febrero de 2007.

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[1] Cf. SCHMITT, Carl. Teoría de la Constitución; traducción de Francisco Ayala; segunda reimpresión de la primera edición (1982); Alianza Editorial; Madrid; 1996; PP. 104 a 107.

[2] Cf. LIPSET, Seymour Martin. El Hombre Político; rei, México, 1993, P. 67

[3] Citado por NAVAS , Alejandro. La teoría sociológica de Niklas Luhmann; EUNSA ; Pamplona; 1989; P. 349.

[4] Cf. FERRAJOLI, Luigi. Derechos y Garantías. La ley del más débil; Trotta; 2002.

[5] Cf. CARBONELL, Miguel. Libertad de tránsito y fronteras: la gran cuestión del siglo XXI; en VALADES, Diego y CARBONELL, Miguel. El proceso constituyente mexicano. A 150 años de la constitución de 1857 y 90 de la constitución de 1917; IIJ; UNAM; México; 2007.

[6] Vid. El Congreso Constituyente a la Nación, en Documentos Históricos Constitucionales de las Fuerzas Armadas Mexicanas; Ediciones del Senado de la República; México; 1966; T. II, P. 35.

[7] MONTIEL Y DUARTE , Isidro. Estudios sobre Garantías Individuales; 5ª edición facsimilar; Porrúa; México; 1991; P. 6.

[8] El texto completo se puede consultar en: http://www.landmarkcases.org/marbury/pdf/marbury_ v_madison.pdf

jueves, 22 de octubre de 2009

El Primer liberalismo mexicano

Fuente: Revista Letras Jurídicas Núm. 19, Enero 2009. Judith Aguirre Moreno. Investigadora del Instituto de Investigaciones jurídicas y docentes de la facultad de derecho de la Universidad Veracruzana.

Introducción

A partir de 1810, las corrientes enciclopedistas y de la ilustración iusracionalista, alcanzaron un mayor relieve y, con ellos, la influencia de la independencia norteamericana y de las Declaraciones de Derechos Francesas. A estas alturas, los territorios americanos empezaron a asumir, también, que la independencia nacional sólo podía lograrse a través de un documento constitucional que regulase las instituciones estatales. Roto el vínculo con la Monarquía, la Constitución no podía ni ser otorgada ni derivar de un pacto bilateral, sino que sólo podía surgir de la voluntad constituyente del pueblo. América rechazaba, por consiguiente, el modelo histórico, las Cartas otorgadas y las constituciones pactadas, y se inscribía directamente en la concepción constitucional racional-normativa.


Por las mismas fechas, el republicanismo se impuso como ideología dominante en la mayor parte, por no decir el total, de los líderes independentistas mexicanos. La Revolución liberal que se montó sobre esta evolución positiva de la ciudadanía a nivel municipal y estatal, propició una expansión significativa de hecho y de derecho de las libertades. Esto aconteció a partir de la idea republicana de que la sociedad no debía reconocer otras jerarquías que no fueran la del hacer y la del saber. Hacer todo lo que no contraviniera los derechos del hombre, hacer todo lo que no atentara contra la libertad del otro. De ahí derivaron la libertad de asociación, la libertad de prensa, la libertad electoral, la libertad de empresa, la libertad de trabajo. Y saber que: a través de la instrucción la libertad no es un derecho ilusorio, saber que a través de la libertad de asociación los hombres pueden escoger a los que mejor pueden representarlos, saber que, a través de la certeza del derecho de propiedad, por pequeña que sea, el ciudadano puede con tesón superar la miseria, saber que la convivencia civil es un bien precioso, que debe y puede ser defendido, saber que la libertad electoral significa, en pocas palabras, una cabeza, un voto.[1]

1. Tendencias ideológicas en el México del siglo XIX

La idea liberal de que la nación se sustenta en la ciudadanía y no simplemente en una identidad, en un sentimiento de pertenencia, fue una gran conquista de todos los mexicanos y en ella terminaron por reconocerse todos, incluso los que habían combatido al liberalismo. La gran transformación liberal fue de tal manera poderosa como movimiento social y político que liberó la acción de la ciudadanía y la proyectó hacia un futuro que debía ser de orden, paz, convivencia civil y progreso material.[2] Por supuesto, las tendencias políticas mexicanas a principios del siglo XIX eran varias y entre ellas existían muchos matices. El conservadurismo mexicano a menudo se caracteriza en forma simplista, como defensa de la tradición hispánica y, por tanto, centralista, corporativo, clerical, militarista y monárquico frente a un liberalismo también monolítico, al que sólo se le reconoce la división en radicales y moderados. Esta visión pasa por alto que todas las tendencias se nutrieron en las mismas fuentes, por lo que los "partidos" coincidieron en muchas temáticas, tal y como lo hizo notar Hale.[3]

Por su parte, el liberalismo mexicano presentaba también diversas opciones. Para Reyes Heroles hay un liberalismo económico-social y otro político-jurídico. En el primero engloba los temas fundamentales de la propiedad y del librecambio y la protección, y en el segundo, las libertades, la vinculación del liberalismo con la democracia, la secularización de la sociedad y la identidad liberalismofederalismo. De todas formas no es la única clasificación posible, González Navarro[4] habla de un socialismo individualista y otro social. Y Alan Knight distingue tres tipos de liberalismo a lo largo del siglo XIX, que responden a cambios sociales, económicos y políticos, que sin sustituirse, acumulan "ideas, programas y grupos liberales". Para Knight, el liberalismo constitucional que pugna por un gobierno representativo, los derechos jurídicos y el federalismo como camino para un equilibrio entre el poder central y el estatal y municipal, surge en la década de 1820 y resurge en la lucha maderista. El institucional aparece después para desmantelar la sociedad colonial mediante la abolición de los fueros, de la propiedad de la Iglesia y de las comunidades. En el último cuarto de siglo floreció su última expresión, el desarrollista, cargado de positivismo.[5]

En estos años que van de 1808 a 1812, era difícil distinguir las posiciones doctrinales, si es que existían como tales. Con el tiempo se fueron polarizando los grupos y distinguiendo a los partidos: conservadores y liberales, el pasado y el futuro, en aquellos tiempos. Pero todos hablaban en nombre de la libertad, de la soberanía popular, y de la propiedad. Sin embargo, los liberales criollos fueron incapaces de construir un orden social, político y jurídico estable, a la vez que debían desarrollar las bases materiales en que se sustentara, sólidamente, un proyecto nacional capaz de hacer frente a las acechanzas internas y externas. En ese sentido, los criollos de entonces vivieron en permanente revolución y crisis y fracasaron. Los criollos dejarían de ser los protagonistas de la historia en la segunda mitad de la misma centuria. En su mayoría tuvieron su oportunidad y la perdieron, cediendo la mitad del territorio nacional. Todos ellos: republicanos o conservadores; federalistas o centralistas; liberales ilustrados o democráticos; monarquistas e imperialistas; escoceses o yorkinos, los partidos del "progreso" o del "retroceso", fracasaron. No obstante, sus pugnas, discusiones y debates construyeron un mundo utópico, idealizado en las constituciones, pero la riqueza material, la preocupación por el desarrollo económico era la excepción y no la regla. El precio que se pagó fue elevadísimo en comparación con la herencia que legaron. No pasaría mucho tiempo, sin embargo, para que los ideales liberales triunfaran. Sin embargo, ya no serían los criollos los encargados de ponerlos en práctica.[6] En poco más de treinta años habían perdido su oportunidad histórica. La nación pasaría a otras manos, más cercanas al suelo de México, más cercanas a la raíz indígena: las manos de los jóvenes mestizos, nacidos durante la Insurgencia o después, sin recuerdos de la Colonia, sin ataduras vitales con España. Los primeros hijos de la Independencia mexicana.[7]

2. La organización política

Por otra parte, la compleja organización política y la formación de redes comerciales favorecieron el desarrollo de un fuerte regionalismo; las jerarquías administrativas se convirtieron en instancias mediadoras que contemporizaron con los intereses locales de los que obtenían beneficios, neutralizando los mecanismos de control burocrático y generando una alianza entre autoridades locales. Hasta muy recientemente se consideraba que el liberalismo había llegado sólo a pequeños grupos elitistas, lo que pasaba por alto la revolución política que había acompañado a la lucha independentista. Mas la lucha permitió que los pueblos probaran su fuerza y el establecimiento de ayuntamientos constitucionales, que las nuevas ideas llegaran a todos los rincones. Las comunidades indígenas, una vez más, utilizaron su capacidad para apropiarse de las instituciones españolas para mantener su identidad y autonomía.[8] La abolición de las repúblicas de indios con la concesión de la igualdad los llevó a utilizar los nuevos ayuntamientos para proteger sus cajas de comunidad y su autogobierno. Llegaron incluso a modificar las provisiones constitucionales y aumentaron el número de regidores concedidos por la ley para mantener la tradición de que cada uno de los pueblos de un territorio tuviera un representante. Asimismo, ampliaron las facultades de los nuevos ayuntamientos para que controlaran la justicia. Además, la Constitución de Cádiz, al influir en la de Apatzingán, reafirmó el principio de representación territorial de los cabildos y de las provincias, lo que facilitó la consolidación de la independencia con el Plan de Iguala, ya que el ejército logró el apoyo decidido de los ayuntamientos.[9]

Dos son las formas que se plantean sobre la organización del nuevo México: por una parte se afirma el proyecto de una república católica, tradicional, que conserva las estructuras sociales y culturales de la monarquía católica española sin renegar la herencia de las luces igualmente católicas tal como fueron fomentadas por Carlos III; por la otra, se perfila una nueva república, apoyada exclusivamente en los principios de la política moderna, y que retoma también la herencia, esta vez secularizada, de la ilustración española. Mora cree ver la república moderna realizada en el federalismo: la adopción del sistema federativo ha sido el último, el más fuerte y poderoso impulso que ha recibido la ilustración nacional: cada estado tuvo que debatir todos los puntos de administración que le tocaban, y cada uno de ellos hizo un punto de honor el facilitar entre los habitantes que lo forman la propagación de todo género de conocimientos. En todos ellos se han establecido imprentas, periódicos, escuelas de primeras letras, bibliotecas, gabinetes de lectura, y en muchos de ellos colegios para la enseñanza de las ciencias; sus diputados y gobiernos respectivos se han visto en la necesidad de instruirse en todo lo concerniente a los ramos confiados a su dirección, y como todos estos funcionarios deben removerse periódicamente, los que vienen de nuevo se hallan en la misma necesidad que produce a su vez los mismos efectos y el aumento extensivo de la Ilustración.[10] Quizás una visión demasiado utópica.

3. La Constitución de Apatzingán y el primer liberalismo mexicano

El primer triunfo real del liberalismo en México, fue la Constitución de Apatzingán, en la que se impuso un liberalismo radical, (...) del que es imposible precisar sus raíces. Sin duda sobre la existencia de un proceso ideológico que la sustente. De aquí que el documento se quiera ver como un hecho aislado, sin conexiones. Pero ello no fue así; es un documento franco, resultado de una evolución ideológica previa. Y fue el primer planteamiento radical del liberalismo mexicano; por ello mismo y por los resultados, el esfuerzo se discontinúa al menos exteriormente, y sólo es retomado muchos años después.[11]

La declaración de Apatzingán, en su contenido dogmático expone los conceptos que los liberales españoles de Cádiz tenían en su ideario pero no se atrevieron a proponer o a defender. Se da por descontado que las situaciones, ideologías aparte, eran muy variadas y las consecuencias no sólo políticas sino también económicas, así como las circunstancias que se daban en España, estaban muy lejos de las que importaban a la sociedad pre-independentista mexicana. Algunos puntos que importaban a la sociedad mexicana preindependiente eran: la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos como objeto de los gobiernos "y el único fin de las asociaciones políticas".[12]

México, a principios de siglo XIX, se enfrentó con un pasado colonial y un presente inestable y turbulento. Por otra parte, una idea común unía a la mayor parte de los mexicanos: la independencia que, ideologías al margen, era el motor que conformaba la Nación. Fue un tiempo de convulsiones pero de esperanza, de peligros y libertad, de odios y lucha hacia la constitución de una nación bajo la forma de República, representativa liberal y democrática; otra cosa es que se lograran todos estos supuestos. Época de caudillos militares y asonadas, de pasiones políticas exacerbadas, de crisis y caos, en la que destacan una serie de personajes, tanto del bando liberal como del conservador, en los que se dividió, desde un principio, el México independiente. Un periodo de luces y sombras, las luces de la ilustración y las sombras de la realidad cotidiana. Pero en ellos se forjó una estructura, una personalidad, una política y en medio de la crisis y el caos una Nación y una moral propia. En ello tuvieron mucho que ver los liberales y al final recogieron sus frutos: los herederos intelectuales de Mora y muchos otros, asumirían la tarea de continuar su obra y hacerla una realidad años más tarde. La Constitución de Apatzingán establece los principios, valores y forma de gobierno que deberán observarse mientras la nación, ocupada parcialmente por los enemigos que la oprimen, se libera de ellos para expedir la que la regirá permanentemente. La sesión solemne de su promulgación se llevó a cabo en la villa de Apatzingán, elevada al rango de ciudad para este especial efecto, a fin de establecer provisionalmente en el territorio mexicano, en forma simbólica o programática, más que real, la república democrática y representativa.[13]

El Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana se divide en dos grandes partes. La primera de ellas -destinada a ser permanente- contiene en seis capítulos una serie de definiciones o principios generales sobre religión, soberanía, ciudadanía, ley, igualdad, seguridad y propiedad de los ciudadanos y las obligaciones de éstos. La segunda parte -de carácter necesariamente provisional- contiene en veintidós capítulos lo relativo a forma de gobierno: provincias que comprende la América mexicana, Supremas Autoridades, Supremo Congreso, elección de diputados, Juntas electorales (de parroquia, de partido y de provincia) atribuciones del Congreso, sanción y promulgación de las leyes, Supremo Gobierno, elección de los individuos que lo componen, su autoridad y facultades, intendencia de Hacienda, Supremo Tribunal de Justicia, sus facultades, juzgados inferiores, leyes que han de observarse en la administración de justicia, Tribunal de residencia, sus funciones, bases de la representación nacional, observancia del Decreto Constitucional, y su sanción y promulgación.[14]

La Constitución de Apatzingán cierra el primer ciclo del proceso emancipador que se inicia con el grito de Dolores y termina con el Congreso de Chilpancingo y el Acta de Independencia firmada el 6 de noviembre de 1813, con la que se consideraba: "(...) haber recobrado el ejercicio de su soberanía usurpada y que en tal concepto queda rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español."[15] El ideario político del movimiento mexicano de Independencia adquirió congruencia doctrinal y sistema en su formulación bajo el liderazgo de Don José María Morelos Y Pavón. Fue entonces cuando el ideal de una independencia completa se manifestó con toda claridad y fuerza, desvelado ya de la anterior estrategia de invocar la adhesión a Fernando VII para justificar, ante la invasión napoleónica de España, el movimiento separatista. Uno de los grandes méritos del cura Morelos fue, sin duda, haber planteado la preocupación constitucional en la historia política de México; sea que ésta haya sido originalmente suya, sea que la haya tomado de sus consejeros, el hecho es que la Convocatoria y reunión del primer Congreso Constituyente mexicano[16] fue posible gracias a su devoción y esfuerzo, y que la Constitución de Apatzingán -primer ensayo constitucional mexicano- es una obra que también a él se debe en lo fundamental. Ya Morelos en 1813, planteaba unas normas para la futura Constitución:[17] En definitiva, un ideario liberal en el cual destacan algunos factores que figuraban en lo más íntimo de las aspiraciones del pueblo mexicano. Los redactores de la Constitución de Apatzingán tenían formación política pero, sobre todo, jurídica y ello se trasluce en los contenidos y motivos de dicha norma suprema. Sus fuentes fueron Locke, Hume, Paine, Burke, Montesquieu, Rousseau, Bentham, Jefferson, Feijó, Mariana, Suárez y Martínez Marina. Por lo que se ve en las referencias, van desde la Escuela de Salamanca[18] hasta el liberalismo inglés pasando por el iusnaturalismo.[19] Es decir, la misma adscripción ideológica que casi todos los intelectuales liberales de la época.

Respecto a las fuentes legales la base está en el derecho positivo estadounidense, francés y español y especialmente en los textos de las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la propia Constitución gaditana.[20] Si bien no fueron las únicas porque también tuvieron los congresistas acceso a materiales referentes a las normas fundamentales inglesas y estadounidenses, no sólo las del Estado Federal de EE.UU., sino también las de constituciones de estados como: Massachusetts, Connecticut, Nueva Jersey y Pensilvania.[21] En realidad, estas triples fuentes española, inglesa y estadounidense- fueron utilizadas para la redacción de varias constituciones de países americanos e incluso europeos, de la época. Está estructurada en 242 artículos y 22 capítulos, la Constitución de Apatzingán es sobre todo un tratado de filosofía política, una especie de síntesis de teorías políticas, pero es un texto de difícil aplicación práctica.[22]

La idea de atribuir las distintas emanaciones de la soberanía a tres órganos o corporaciones distintos, evitando su concentración en uno solo de ellos, fue pues, principio inspirador de los primeros constituyentes mexicanos, aunque como veremos después, no fue respetado estrictamente. El dogma quedaría plasmado claramente en el texto del Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana dado en el palacio nacional del Supremo Congreso Mexicano en Apatzingán, el 22 de octubre de 1814, año quinto de la independencia mexicana. En el manifiesto anexo a la Constitución se hacía clara alusión a la técnica divisoria del poder, aunque la declaración no se apegara a los resultados del texto. De esta manera, se prescribe la organización de las Supremas corporaciones, que derivadas en la fuente legítima de los pueblos, parten entre sí los poderes soberanos, y mezclándose sin confusión sus sagradas atribuciones, quedan sujetos a la sobrevigilancia mutua, y reducidas sus funciones a un periodo determinado.[23]

Su parte dogmática, que se explicita en los seis primeros capítulos, son unas serie de declaraciones de principios que, de una forma u otra, reflejan los sentimientos y deseos de un grupo de ciudadanos que quieren la independencia y aspiran a los derechos fundamentales que los liberales habían propagado en las Constituciones española, inglesa (Carta Magna) y estadounidense.[24] Este primer Capítulo, en conjunto, no puede atribuirse a la influencia de ninguna de las constituciones citadas, inglesa y estadounidense, como se verá, pero dicho primer artículo es prácticamente igual que el 12 de la Constitución de Cádiz.[25] Es conveniente tener en cuenta que, en las constituciones liberales y en el pensamiento liberal y humanista del siglo XVIII se proclamaba, como un bien a proteger, la libertad de cultos y la separación de la Iglesia y el Estado. El Capítulo II trata de la soberanía, que esta vez sí, define como emanante de la sociedad, concretamente del pueblo y cuya naturaleza es "imprescriptible, inajenable e indivisible". El concepto de soberanía que refleja es liberal y humanista aunque también refleja la situación en la que vivía México en aquellos días e introduce precisiones como el Artículo 8, en el que justifica la composición no democrática, por no elegida por sufragio, del Congreso, en función de más elevados intereses.

La "soberanía popular", mencionada en la Constitución de Apatzingán, fue un concepto muy importante y, para su época, auténticamente revolucionario. La anterior Constitución española de Cádiz (1812) empleó el término "soberanía nacional", como también lo haría la posterior (1824) Acta Constitutiva de la Federación Mexicana.[26] Se establece que la sociedad tiene el derecho inalienable de establecer el gobierno que quiera, cambiarlo cuando lo considere conveniente, modificarlo o abolirlo; asegura que el régimen republicano es el único válido porque, es contrario a la razón la idea de un hombre nacido legislador o magistrado; y también que los cargos públicos deben ser temporales y luego el pueblo tiene derecho a reenviarles a la vida privada. "La soberanía, entonces, reside originalmente en el pueblo, y su ejercicio, en la representación nacional. Finalmente apunta que son tres las atribuciones de la soberanía: la facultad de dictar leyes, la de hacerlas ejecutar y la de aplicarlas."[27] Herederas del pensamiento liberal francés, tanto la Constitución de Cádiz como la de Apatzingán, establecen la división de poderes en la forma de gobierno, reconociendo una instancia Ejecutiva, una Legislativa y una Judicial. En ambos documentos se da un peso especialmente significativo a la labor del Congreso, al ser entidad sobre la cual recae la soberanía popular, concepto que era muy nuevo en el caso español -pues antes el soberano era el Rey-, pero que ya había sido enarbolado desde fechas tempranas por los insurgentes mexicanos. Al hablar de las similitudes se ha dicho que las dos Cartas Magnas establecen la división del poder en Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Sin embargo, es en la conformación de la primera de estas instancias donde radica la diferencia fundamental. En el escrito de Cádiz: "El gobierno de la nación española es una Monarquía moderada hereditaria", en tanto que el Congreso insurgente contempla una República a la manera de triunvirato para evitar la concentración del poder en una sola persona.[28]

Por otra parte, encontramos también una contradicción con el liberalismo y el humanismo: en el artículo 15, cuando establece que se perderá el derecho o calidad de ciudadano, en caso de "crimen de herejía, apostasía y lesa nación". Es evidente que no es una Constitución que prime en la libertad de cultos.[29]

Respecto de la parte orgánica del texto, que se inicia con la determinación del territorio con sus divisiones que se llaman provincias, destacamos el artículo 44 del Capítulo segundo: De las Supremas Autoridades. En el que establece los tres poderes que dirigirán la nación: Artículo 44. Permanecerá el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo con el nombre de Supremo Congreso Mexicano. Se crearán además dos corporaciones, la una con el título de Supremo Gobierno, y la otra con el de Supremo Tribunal de Justicia. La gran originalidad aparece en los tres primeros artículos del Capítulo X: Del Supremo Gobierno.[30] Desde luego es original, y parece, por su estructura, inspirado a partes iguales con dos instituciones romanas: el consulado y el triunvirato.[31]

De la Constitución de Cádiz se recoge uno de los llamados matices parlamentarios de nuestro sistema: la figura del refrendo. Todas las órdenes, decretos o circulares del Supremo Gobierno debían ser firmadas por el secretario del ramo correspondiente, junto con los tres individuos del Supremo gobierno, salvo en los asuntos económicos, que irían firmados por el presidente y el secretario solamente. Había una advertencia a los demás funcionarios de que no obedecieran los decretos, las órdenes y demás documentos relativos si no llevaban las firmas correspondientes.[32] Lo que está claro, a lo largo de todo el articulado orgánico, es que refleja una fuerte desconfianza hacia las personas que deben hacerse, o se harán en el futuro, cargo de los puestos de gobierno, ya que todos los cargos son temporales y los controles entre unos y otros son fuertes, especialmente el que ejerce el Supremo Congreso sobre los otros dos. Esta desconfianza está en la base misma de todo el entramado jurídico y es posible que pueda justificarse por las especiales circunstancias por las que atravesaba México, pero desde luego, y especialmente en lo que al poder ejecutivo se refiere, hacían inviable las funciones de este poder y, con él, el control de todo el aparato de gobierno de la nación. La Constitución de Apatzingán, obra elaborada como las grandes y auténticas epopeyas, entre el fragor de las batallas, cerca del vibrar de los soldados, entre ásperas montañas y caudalosos ríos de las cálidas tierras michoacanas, es el fruto mejor de un grupo de abogados y sacerdotes henchidos de fe y de entusiasmo por el futuro de México, quienes sacrificando su vida y su bienestar quisieron dejarnos la base primera de nuestra felicidad y grandeza.[33] Así, en el artículo 5 del Decreto plasmaron una de sus aportaciones más importantes: la soberanía popular. Al residir la soberanía originariamente en el pueblo y ser considerada por la Constitución como "la facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad(...)", y al estar reservado su ejercicio a la representación nacional "compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos(...)", era evidente que el Supremo Congreso Mexicano había sido instituido en la Constitución de 1814 como un poder fuerte y tenía cierta supremacía sobre los otros dos, ya que poseía la facultad de nombrarlos. Esto nos muestra que constitucionalmente aún no existía el presidencialismo fuerte, a veces hasta la exageración, que conocimos en algunas épocas de la historia de México, hasta las últimas décadas.[34]

Conclusiones

La Constitución de Apatzingán de 1814, a pesar de no haber tenido vigencia plena ni espacial ni temporal, significó un gran paso para dar inicio a la vida constitucional mexicana. Esta primera Constitución debe tanto a la Constitución de los Estados Unidos como a la Constitución de Cádiz, sus fundamentos teóricos: a la primera el liberalismo, la división de poderes y, en gran parte, la desconfianza hacia el pueblo que decían los diputados representar, y más especialmente aún a los propios políticos, estableciendo fuertes contrapesos en los poderes y, dentro de un mismo poder, entre sus representantes. A la segunda, su laicismo[35] y radicalismo liberal. Recoge sin duda las ideas de la Ilustración que concienciarán a los criollos cultos y que harán que más tarde se establezca una perfecta interrelación entre ellas formando un todo que potenciará un claro deseo de libertad de donde partirá la doctrina liberal mexicana.

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[1] HERNÁNDEZ CHÁVEZ, A., La tradición republicana del buen gobierno, Ed. FCE, México, 1993, p. 114.

[2] Las posiciones de los diputados novohispanos y del resto de los americanos en las Cortes, fueron la semilla que desarrolló los posteriores movimientos independentistas. La conjunción entre los dos liberalismos, el español y el americano era imposible por razones más allá de la comunión doctrinal. Los intereses de ambos grupos -recordemos que estamos en la ideología de la burguesía- no eran complementarios. HERNÁNDEZ CHÁVEZ, A., Op. Cit., p. 142.

[3]HALE, C. A., El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, Ed. Siglo XXI, México, 1972, p. 54.

[4] GONZÁLEZ NAVARRO, M., Tipología del liberalismo mexicano. Historia mexicana, Tomo XXXII, Vol. 2, Ed. Grijalbo, México, 1982, pp. 198-225.

[5] KNIGHT, A., "El liberalismo mexicano desde la Reforma hasta la Revolución (una interpretación)", AA.VV., Historia Mexicana, Tomo XXXV, Vol. 1, México, 1985, pp. 59-91. También Hale, en la obra citada, establece su particular clasificación aunque en este caso adopta una postura más social y habla de utilitarismo, del modelo norteamericano, y de la visión india.

[6] En las Cortes de Cádiz los primeros liberales en México fueron clérigos casi todos, de ascendencia criolla. Participaron, desde un principio, en uno u otro bando en la Guerra de Independencia, como insurgentes o realistas. Luego vendrían las pugnas políticas en los Congresos, en los periódicos y revistas de la época, en las iglesias y el ejército, en todas partes. La mayoría de los protagonistas, intelectuales, militares y eclesiásticos de la primera mitad del siglo anterior eran criollos ilustrados. O sea la minoría burguesa que no ostentaba el poder político y económico, que estaba, en su mayor parte, en manos de los españoles. OTHÓN DE MENDIZÁBAL, M., "El origen histórico de nuestras clases sociales", en: Ensayo sobre las clases sociales en México, Ed. Nuestro Tiempo, México, 1976, p. 17.

[7] El pensamiento gaditano sistematizó las influencias ilustradas y liberales que habían penetrado en el pensamiento novohispano. Entre las múltiples medidas instauradas por la Constitución de Cádiz, dos iban a afectar hondamente al reino de Nueva España: el establecimiento de ayuntamientos para el gobierno de los pueblos "en los que por sí o en su comarca, lleguen a mil almas", elegidos popular y directamente, y el de diputaciones provinciales, formadas por siete diputados que iban a colaborar con el jefe político en la administración de las provincias, cuya elección sería indirecta, al igual que la de los diputados a Cortes. Este hecho es importante porque marcó no sólo la estructura futura administrativa de México, sino que estableció una base política que sirvió de mucho en los procesos revolucionarios posteriores.

[8] José María Luis Mora, sobre la identidad nacional dice: "En el estado actual de las cosas es todavía difícil formar una idea exacta del carácter mexicano que por estarse formando no es posible fijarlo: todavía es demasiado reciente la existencia de México como nación para que los rasgos que hayan de determinarlo adquieran la estabilidad necesaria, y puedan ser conocidos y marcados como tales: así pues nos limitaremos a dar una idea del estado político y moral de la sociedad mexicana". L. MORA, J. M., México y sus revoluciones, Tomo I, Ed. Porrúa, México, 1965, pp. 78-79.

[9] ANNINO, A., Nuevas perspectivas para una vieja pregunta. El primer liberalismo mexicano. Ed. Porrúa, México, 1987, p. 61.

[10] L. MORA, J. M. (1965), Op. Cit., pp. 84-85.

[11] REYES HEROLES. J., El liberalismo mexicano. I Los orígenes, Ed. FCE, México, 1988, p. 25.

[12]Ibidem, p. 29.

[13]La Constitución de Apatzingán no coincide textualmente con la Constitución liberal monárquica de Cádiz, aunque hay quien incluso afirma que es la misma que la Constitución monárquica de Cádiz aunque se procedió a adaptarla o acomodarla a una forma republicana de gobierno. Esto es bastante discutible, salvo en lo referente a los procedimientos electorales para nombrar diputados, puesto que en ambas Cartas políticas se implanta la elección indirecta en segundo grado.

[14] BLOCH, M., Op. Cit., p. 59 y ss.

[15] Acta de Independencia firmada el 6 de noviembre de 1813. En SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN, Documentos constitucionales y legales relativos a la función judicial 1810 - 1917, PJF, México, 1997, p. 23.

[16] Las aspiraciones de los reunidos en Chilpancingo las expuso Morelos en los 23 puntos, de los cuales los más relevantes fueron: - Independencia Nacional, - Intolerancia religiosa. - Soberanía popular. - División de poderes. - Nacionalismos. - Igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley.Principio de democracia. - Prohibición de la esclavitud. - Reconocimiento del derecho de propiedad. - Inviolabilidad del domicilio. - Prohibición de la tortura. - Racionalidad de los impuestos.

[17] AA.VV., La Independencia de México, INEHRM, Secretaría de Gobernación, México, 1992, p. 67

[18] Vid. GARCÍA-GALLO, A., Los orígenes españoles de las instituciones americanas, Estudios de Derecho Indiano, Real Academia de Jurisprudencia y legislación, Madrid, 1987, p. 65 y ss.

[19] Y fue precisamente gracias a la Ilustración la que condujo al pueblo mexicano a la guerra de Independencia y al primer constitucionalismo mexicano. Vid. RABASA, E. O. (1986), Pensamiento político del constitucionalismo de 1824 (Integración y Realización), IIJ-UNAM, México, Capítulo II.

[20] Fue el propio Morelos quién proporcionó estos documentos, según confirmación propia. GONZÁLEZ, P., Apatzingán y Cádiz, Ed. Medina, México, 2006, p. 34.

[21]PORTILLO, R., La influencia del constitucionalismo estadounidense en el constitucionalismo mexicano, Ed. FCE, México, 2006, p. 544.

[22] SOBERANES, J. L., Una aproximación a la historia del sistema Jurídico Mexicano, Ed. FCE, México, 1992.

[23] DE LA MADRID HURTADO, M., "División de Poderes y forma de gobierno en la Constitución de Apatzingán", Aniversario de la Constitución de Apatzingán, CDP, México, 2004, p. 84.

[24] Capítulo 1º: De la Religión. Consta de un solo artículo y es muy claro: Artículo 1°. La religión Católica Apostólica Romana es la única que se debe profesar en el Estado. Constitución de Apatzingán.

[25] Capítulo II De la religión. Artículo 12. La religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica, Romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.

[26]Sin embargo Ferrer Muñoz considera que "a pesar de que -como observa Rabasa se hablara a veces de soberanía "popular", para diferenciarla de la tradicionalmente poseída y ejercida por el Rey, la ideología liberal sustentadora del proyecto nacional mexicano propugnaba la soberanía en la nación y no en el pueblo, (...) asumido el concepto de pueblo desde una perspectiva de mayor alcance revolucionario(...) parece más juicioso y más acertado conceptualmente dar prioridad al concepto de nación sobre el de pueblo, cuando se trata de estudiar la etapa constituyente del Estado mexicano: porque era inevitable que los forjadores del México moderno dirigieran la mirada hacia el pasado "nacional", más preocupados por entroncar con unos precedentes verosímiles que por delinear un futuro para el "pueblo" mexicano que escapaba tal vez a su capacidad de previsión. Esos imaginarios de "nación" y -en menor medida, por los motivos que se acaban de apuntar- de pueblo acabaron marcando toda la realidad mexicana contemporánea y confirieron a las élites su doble misión: «construir una nación y crear un pueblo moderno»". FERRER MUÑOZ, M., "La cuestión de la soberanía en los primeros años de Independencia de México", en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, Nueva Serie, Año XXIX, número 85, enero-abril, UNAM, México, 1996; RABASA, Emilio O., Historia de las Constituciones mexicanas, 3ª ed., IIJ-UNAM, México, 2004, p. 11; RABASA, Emilio O., El pensamiento político del Constituyente de 1824, IIJ-UNAM, México, 1986, pp. 132-133.

[27] GALEANA., P., México y sus constituciones, Ed. FCE, México, 1998, p. 60.

[28] TENA RAMÍREZ, Felipe, Leyes fundamentales de México 1808-1999, Ed. Porrúa, México, 1999, p. 60.

[29] El Capítulo V plantean otros derechos como: "(...) la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos". Incluye una serie de garantías para el ejercicio de derechos fundamentales del individuo, como la presunción de inocencia (30), el derecho a ser oído antes de juzgado (31), inviolabilidad de domicilio (32), el derecho a la instrucción (39) y especialmente el 40 que instaura la libertad de imprenta, eso sí con alguna limitación.

[30] CLAVERO, Bartolomé, Manual de historia constitucional de España, Ed. Alianza, Madrid, 1992, p. 30.

[31] Autoridad, que se irían turnando cada cuatro meses en la presidencia de acuerdo con un sorteo celebrado por el Congreso, el cual les indicaría el orden en que les correspondiera asumir la presidencia. Artículo 132. Compondrán el Supremo Gobierno tres individuos, en quienes concurran las calidades expresadas en el Artículo 52. Serán iguales en autoridad, alternando por cuatrimestres en la presidencia, que sortearán en su primera sesión para fijar invariablemente el orden con que hayan de turnar, y lo manifestarán al Congreso.

[32] DE LA TORRE VILLAR, Ernesto, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, UNAM, México, 1978, p. 53.

[33] DE LA TORRE VILLAR, Ernesto, La independencia de México, Ed. Mapfre, Madrid, 1992, p. 214.

[34] BENSON, Nettie Lee, México y las Cortes españolas, 1810-1822, Instituto de Investigaciones Legislativas, México, 1985, p. 63.

[35]"Al alcanzar México su independencia de España, una de las primeras cuestiones que se plantearon tanto federalistas como centralistas (...propiamente no podemos hablar aún de liberales y conservadores) era que el nuevo gobierno nacional tenía que asumir los derechos del Patronato (...)" SOBERANES, José Luis, Op. Cit., p. 111.

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